Monday, November 06, 2006




Friday, March 17, 2006

Saturday, December 31, 2005

A la orilla del agua

Le hablo a Dios
Pero el cielo está vacío.
Sylvia Plath

No sabía cómo había llegado a ese auto. Lo último que recordaba era la casa de Rainer, mi amigo de la secundaría a quién no veía desde hacía diez años, y la bañadera llena de hielo con cuellos de botellas que asomaban entre los cubitos y una chica que quiso entrar de improviso al baño cuando yo abría una botella de champán apuntando hacia la rejilla para no dañar los azulejos con el estallido del corcho. La chica puso cara de disculpas pero igual se sentó en el inodoro y me preguntó quién era (quién era yo, no quién era ella) y si conocía al pibe que tocaba el bajo. No, no conocía al pibe del bajo. No, no podía responderle quién era yo. El champán estaba helado y yo me senté en el borde de la bañadera medio escondido con la cortina y me puse a mirar a la chica que meaba ahí al lado mío y, lógicamente, la encontré muy bonita y quise acercarme a ella para convidarle un poco de champán y sacarle una sonrisa. Después, nada. Es decir, después el auto y entre esos dos momentos una completa oscuridad que creo nunca aclararé.
Cuando abrí los ojos el campo atravesaba la ventanilla. Todavía era de noche y me sorprendió particularmente ese hecho porque hubiera jurado que habían pasado varias horas o días en esa oscuridad que siguió a la escena del baño. Rainer iba adelante, en el asiento del acompañante. Un tipo que no conocía manejaba. Por las ventanas cruzábamos una ruta bordeada de parcelas entre las cuales a veces se veían las luces de una casa. Un cartel rutero iluminado pasó anunciando plaguicidas; otro promovía silos desmontables.
- A dónde vamos, se puede saber…
- Ya llegamos, nos están esperando en la fiesta.
Pregunté la hora y me dijeron las tres. Pregunté como había llegado hasta el auto y me dijeron que yo había tenido la idea de la excursión, que yo había insistido en dejar la casa de Rainer para tomar la ruta y poner proa hacia la fiesta. También me contaron que había sido bastante descortés con un pibe que tocaba el bajo y que había amagado unos tristes golpes hacia su cara. Dios, líbranos del alcohol que nos hace cometer idioteces. Dios, danos todo el alcohol del mundo para olvidar las idioteces que hacemos. Dios, protégenos e ilumina nuestro camino.
- ¿Y dónde es la fiesta, si se puede saber, queridísimo amigo mío?
- En el sur, ya llegamos.
- El Sur. Me gusta el Sur. – y por mi confundida cabeza pasaron las palabras: llanura, cielo estrellado, cuchillos, destino, liberación.
- Pudimos rescatar esto en la huída – dijo Rainer alcanzándome una botella de vodka por la mitad.
Gracias Dios, murmuré, y Rainer y el conductor se empezaron a reír y soltaron un amén. En silencio bebí la botella y me puse a contemplar como las sombras del campo tomaban formas indecisas y monstruosas que bien podían ser árboles o animales o cementerios abandonados o cascos de estancia en ruinas cubiertos de hiedra.
Cuando llegamos al lugar de la fiesta un tipo estaba en la tranquera esperando a los autos. Era un paisano viejo y se iluminaba con un sol de noche. Se acercó a la ventanilla del conductor y cambiaron unas palabras y Rainer le dio un billete y le pidió que abriera la tranquera. En el camino a la casa los faros del coche iluminaron los ojos de una vaca que salió corriendo hacia la negrura del campo y yo pensé en lo estúpido que sería morir chocados por un animal entre todo ese silencio y en lo mucho que lamentaría perderme la fiesta que estaba unos metros más adelante ahora que el vodka me había despertado y me sentía con fuerzas para encarar el final de la noche.
La fiesta era de un productor de televisión amigo de Rainer y cuando llegamos había mucha gente entrando y saliendo de la casa y agrupada alrededor de la pileta. El tipo se llamaba Raúl Ulloa y producía telenovelas y tenía una agencia de artistas y cuando joven había sido militante del ERP. Rainer me contó, mientras bajábamos del auto, que al tipo lo habían encanado en 1975 por una huelga en la Ford de Pacheco y que se pasó casi toda la dictadura preso y cuando lo soltaron se fue a México donde había vivido hasta hacía poco.
- Dicen que se metió en lo de las novelas porque se cogía a la mujer de un gerente de Televisa. En realidad es medio camelo eso, ¿no dicen en La Voluntad que el tipo estuvo en Nicaragua en el 82?
- No sé, me da vergüenza decirlo, pero nunca me compré el tomo tres de La Voluntad. Ergo, no sé nada del período 78-83. –creo que le respondí.
Nos quedamos sentados en unas reposeras al lado de la pileta. Rainer trajo dos botellas de Luigi Bosca blanco y un balde de hielo. Dos modelos de la agencia Ulloa bailaban al lado nuestro. Un tipo se reía con sus amigos y amenazaba con tirarse al agua. Ulloa mismo bordeaba la pileta haciendo equilibrio con una botella de Mumm en la mano. Por un momento cerré los ojos y escuché los ruidos que llenaban el aire. Los grillos detrás de los arbustos eran opacados por la música electrónica que salía de la casa. El viento se enredaba entre las ramas de los eucaliptos. Las risas flotaban en el aire y las conversaciones me llegaban distorsionadas, como fragmentos rotos, como ululares góticos.
- …treinta mil, nahh, seis mil lo máximo...
- …es muy gay ese pibe. En serio, no te rías, es muy, muy gay…
- …el de la consultora, un boludo. El de la editorial, también…
- …yo ya se lo dije mil veces, probá vos ahora...
Rainer se levantó y fue hasta donde estaba Ulloa. Hablaron un rato y me hicieron señas para que vaya hasta ellos. Nos presentaron y me sirvió una copa del Mumm que tenía en la mano. Ulloa era bastante impresionante de cerca. Pelado al ras y con la camisa abierta hasta el tercer botón tenía un aspecto intimidante y repulsivo. Se reía con fuerza y les tiraba besitos a las chicas que pasaban a su lado, te miraba a los ojos al hablar y hasta cuando decía una boludez uno se la tomaba en serio. Una mezcla de Coronel Kurtz y ejecutivo de la city. Eso: un Coronel Kurtz que había abandonado harto la selva para dedicarse a vivir la buena vida en compañía de las chicas lindas. No me pareció difícil imaginarlo en un campamento sandinista dando órdenes tiránicas, lustrando el FAL antes de la batalla, entrenando adolescentes en el arte de la guerra de guerrillas. Pero eso había sido hacía mucho, mucho tiempo.
- Che, ¿ya conocieron a las chicas?
- Sí, muy lindas. Muy lindas perritas tenés acá Ulloa – dijo Rainer mirando alrededor.
- ¿Lindas? No seas hijo de puta, Tommy. Estas chicas son capaces de sacarte las bolas por la boca, estas chicas están entrenadas en el más refinado arte de la destrucción del género masculino, estas chicas son la Guerra, el Hambre, la Peste y… ¿cuál era el otro jinete?
- La Muerte – dije.
- Son todo eso estas chicas. Si quieren permanecer sanos y puros no se les acerquen. Yo sé lo que les digo – Se rió con ganas Ulloa.
A la mierda, Ulloa, dijo Rainer y le preguntó si podíamos entrar en la casa para tomar algo más fuerte.
- Claro, usen el estudio – dijo Ulloa.
El estudio de Ulloa estaba en el piso superior de la casa. Desde la ventana se veía la pileta y el perfil oscurecido del tanque australiano. Tenía una buena biblioteca que cubría toda una pared de la habitación. Libros raros: muchas primeras ediciones, libros de guerras remotas (uno de la campaña anti boer, otro sobre el bloqueo del golfo de Tonkín, muchos sobre las guerras civiles mexicanas) catálogos de armas y de uniformes militares. El ruido de la música llegaba atenuado y de vez en cuando una carcajada trepaba hasta el ventanal.
- Alcanzame un libro – dijo Rainer.
Le pasé uno finito y con la tapa amarillenta: Elegías del Duino, Dresden, 1924.
- Boludo, uno de tapa dura mejor.
Sobre el libro que le alcancé (era uno de fotos de estancias) Rainer puso el polvo blanco y lo separó en cuatro líneas. Enrolló un billete y me pasó el libro.
- Dos y dos. Primero usted, caballero.
Sobre las bonitas estancias de nuestra bonita patria aspiré el polvo y sentí un leve ardor que desde la nariz iba descendiendo hasta la garganta. Después lo hice otra vez con la otra fosa nasal. Rainer aspiró las suyas y le dio un trago a la botella de vino blanco que había traído desde el parque. Dios bendiga los altos campos bolivianos. Dios guarde y proteja a los humildes recolectores y a los químicos de Santa Cruz de la Sierra, Dios les de esperanza a las desesperadas que cruzan las fronteras con el producto oculto en sus vientres como un fruto divino por nacer. Dios los bendiga a todos ellos y nos conserve sanos y fuertes.
Ulloa entró al estudio y nos miró sonriente. Rainer le ofreció un saque y Ulloa se agachó hasta el libro y movió la nariz por la recta línea blanca. Esta buena, dijeron y se rieron.
- En México está la mejor – dijo Ulloa – Tiene que pasar por México antes de llegar a gringolandia, obvio. Una ciudad llamada Juárez. Un verano del 85, 86. Una gran fiesta en una hacienda del capo del lugar. Pilas de merca, no les miento, pilas de la mejor merca colombiana. Gran época esa, gran época. Gente de la tele, diputados, diplomáticos, artistas, todos con el hocico embadurnado. Me acuerdo de un tipo que enseñaba en la UNAM, después de fue a vivir a Barcelona y ahora es escritor. En pelotas por el salón arrodillándose ante cada raya. Vos te preparabas una y el tipo venía corriendo en bolas y te la sacaba al toque. Así de una punta a la otra de la casa, un delirio el tipo. Como esos perros que en los asados merodean la mesa esperando que se caiga un huesito.
- Pero ¿por qué estaba en bolas el chabón? – pregunté.
- Yo que sé, ya no me acuerdo. Ese es el tema con las fiestas ¿no? Lo que uno borró de la memoria y después produce un efecto cómico al faltarle una parte a la narración…
- Yo mañana no me voy a acordar de nada – dijo Rainer mirando el techo.
- Yo mañana me voy a acordar de todo – dije.
Bajamos al salón donde mucha gente estaba sentada en los sillones. Algunos dormían, otros miraban MTV en una tele sin sonido. Una chica estaba tirada boca abajo en el pasto, sus zapatos de taco alto un poco más allá, vencidos y olvidados. Un tipo muy flaco con saco de corderoy y pañuelo al cuello bailaba solo frente a un espejo. El cielo estaba lila y un viento fresco movía los eucaliptos y agitaba el agua de la pileta, donde flotaban unos vasitos de plástico y una remera roja. Ulloa le pidió a una de sus chicas que bailara para nosotros. Ella se movía torpemente, y de a ratos intentaba sin suerte algún movimiento pretendidamente sensual. Rainer la miraba concentrado y después me dijo al oído:
- Me gustaría apagarle un cigarrillo en la espalda.
Ese era el mundo al que despertábamos esa mañana. Ese era el universo que emergía maltrecho después de la noche y uno se preguntaba cómo diablos iría a arreglarse todo. El cielo protector sobre nosotros contrastaba con las figuras cansadas que reptaban por la casa, ignorantes del sol que pronto saldría, aburridos hasta el hartazgo, fatigados de errar por toda la superficie cruel de este mundo, ensayando gestos alegres, hilando frases ingeniosas, aplazando el mayor tiempo posible la hora de irse a casa.
Ulloa me miró a los ojos y me dijo:
- Por acá hay una laguna muy bonita, ¿quieren conocerla?
Rainer y yo lo seguimos hasta el auto y dejamos atrás la casa, el camino de acceso y la tranquera donde dormitaba acurrucado el paisano que habíamos visto al llegar. Hicimos unos kilómetros por la ruta y luego torcimos por un camino vecinal. Ya era de día. Estacionamos el coche bajo unos sauces que lamían la superficie del agua. El sol pegaba oblicuamente sobre la laguna y el reflejo de las ondas era como de plata, como el cuerpo de un pez brillante y húmedo. Deseé meterme al agua. Deseé hundirme y nadar hasta el otro lado y después seguir corriendo y no parar nunca. Pensé en una vez que me bañé en un lago del Sur frente a un volcán helado y en como el frío del agua se clavaba al cuerpo como miles de pequeñas agujas. Pensé que el agua que alguna vez nos tocó debe llevarse consigo una parte de nosotros, y que esa parte debe viajar con los cursos de agua, con las corrientes marinas, con los ríos subterráneos que atraviesan las cordilleras, con los hilos de agua de todo el mundo que de alguna secreta manera están comunicados entre sí. Creí escuchar a Ulloa contarle a Rainer que en esa laguna las tropas de Rosas habían matado a toda la población de una toldería de ranqueles. También la sangre aquella estaría todavía dando vueltas por esos conductos acuáticos unidos secretamente, quien sabe por dónde, quien sabe por cuánto tiempo. Me acerqué a la orilla para tocar el agua. Bendito sea Dios por el agua. Bendito sean todos los dioses de las aguas, de los ríos, de los mares. Benditos los que sucumbieron en alta mar y yacen en el légamo podrido del fondo. Mil veces sean benditos los náufragos, los perdidos, los condenados, los que perdieron toda esperanza sobre la tierra y se dieron al mar. Santificadas sean las mujeres que los despidieron en los puertos, las que los esperaron en vano, las que los olvidaron para siempre. Bienaventurados los peces que los devoraron, porque probaron un manjar como hay pocos. Protégeme Dios, ahora y siempre.
Ahora y siempre.